La última vez que vi a mi madre, me refiero por supuesto a la última vez que la vi de manera consciente, estaba postrada en una cama del Hospital Clínico, respiraba con ayuda de una mascarilla y le traían comida tipo CH, que para los profanos traduciré como dieta blanda.
Imagino que se harán cargo de lo duro que puede ser ver así, tan vulnerable, a la mujer que encarnó la fortaleza, el baluarte de mi existencia.
Esta visión desgarradora, me condujo a reflexionar que aquel ser que yacía ahí, peleando por cada pequeño aliento, no era ya el ser que conocía en la otra vida, la que fue de verdad, que nada tiene que ver con la antesala de la muerte.
Para ser sinceros, hacía ya meses que esa percepción se había instalado en mi cabeza. Recordaba las caóticas comidas familiares, el ir y venir de mi madre por el pasillo trayendo aquella fuente ovalada de acero inoxidable, donde se habrán cocinado los pescados más emotivos de toda la historia de los pescados al horno. Y digo esto, no sólo porque ahora me den ganas de llorar al recordarlo, sino porque también afloraba el llanto provocado entonces, por lo buenos que me sabían.
Recordaba decía… el discurso atropellado de mi madre contándome todo lo que había comprado en el mercado mi tía Concha. La lista de la compra siempre era coronada con un cansino: “¡Ay la Concha! ¡Qué pesada es!”.
Y esta queja, ese gruñido diario de mi madre, no era sino una costumbre adquirida, que no estaba reñida con el hecho de que si un día no aparecía, se sintiese extraña, añorando el encuentro cotidiano con su querida hermana pequeña.
Esto último lo añado, con la alevosa intención de que sea leído por mi tía, me tomo la licencia de ser la voz de los sentimientos de mi madre, ya que ella casi nunca quiso hablar de ellos. Jamás he encontrado a alguien tan hermético, hay personas que a punto de morir deciden abrirse a sus seres queridos buscando una última revelación, ella no lo hizo.
Les aseguro que olisqueé como un perro de presa alrededor de su cama sin encontrar el menor atisbo de confidencia. Imagino que su opción fue esa, si apenas mostró sus emociones en la otra, la buena vida, no iba ahora a flaquear ofreciéndonos su dolor.
Mi madre ya no era mi madre, se había convertido en un ser ausente que pasaba la hora de las comidas con la mirada en un punto indefinido del plato, se llevaba el tenedor a la boca y masticaba con rabia, con un gesto de incomprensión hacia el sabor insípido, desconocido, envenenado, que sentía desde que habían destruido su placer predilecto: la buena comida.
Poco a poco dejamos de hacer comentarios positivos sobre el gusto de las cosas, pues aunque fuese con buena intención, ella te miraba sin poder comprender. Aunque parezca absurdo, una de las cosas que más pena me ha causado de todo este proceso de degeneración, es la última comida que hizo, si es que puede llamársele así.
Aquella mañana nació un sol expresamente diseñado para colarse por la habitación 222, así se lo hice saber a mi madre y a pesar de que no le gustaba nada que la luz iluminase las estancias, la persuadí para que echase un vistazo al resplandeciente espectáculo.
Nunca había sido la típica persona que encuentra alivio observando la salida o la puesta del sol, esa impresión de que existe un orden, de que todo encaja, no sé… Sin embargo, a mi me gusta creer que algo dentro de su interior fue tocado por aquella hermosa claridad, que una chispita de este, su último sol de la consciencia le hizo bien.
Después del aseo, concluido como cada mañana con un chorrito de Álvarez Gómez -esa colonia que nunca entendí porque era su preferida y que terminé por acabar adorando- llegó la hora del desayuno.
Como mi madre nunca había tolerado la leche, le dábamos unos batidos hiperproteicos que el médico le había recetado para compensar su incorregible anemia. Sabor vainilla, no es que fuera su favorito, pero entre la fresa y el chocolate, la vainilla era un mal menor.
Era caprichosa, muy suya. El momento de ayudarle con el batido, fue especialmente revelador, quitarle la mascarilla era impensable, apenas dos días atrás ya veíamos que al estar sin ella aparecía un angustiante tono violáceo en su piel, con lo cual había que liberarla cuidadosamente un pequeño hueco, por donde aprovechábamos a introducir la pajita.
Fue muy duro porque ella luchaba por absorber, pero cada vez que lo intentaba se fatigaba un poco más, sus pulmones no podían ya con aquella sencilla tarea. El principio del fin. Dos horas más tarde el médico me confirmaba lo que ya sabía: la situación era irreversible.
Mientras los sedantes hacían efecto no dejé de hablarla, eso sí, busqué cuidadosamente las palabras que consideré le aportarían más sosiego. Le dije que todos estábamos bien, que padre estaría cuidado, que los médicos hacían todo lo que podían, pero que si no… me bloqueé ahí.
Le pregunté que si éramos buenos enfermeros, asintió y… ¡Nos dio las gracias!, le hice saber que papá estaba de camino, le confesé lo mucho que la queríamos, le pregunté si me entendía y respondió que sí, que estaba mejor sin hablar, que se estaba quedando dormida, “No te preocupes, mamá duerme”. “Bueno pues nada me duermo y ya está” dijo. Y se durmió.
Y sentí un desconsuelo tan grande como un campo de fútbol.
Después del entierro toda la familia se dirigió a casa de mis padres, yo me disculpé, tenía algo que hacer.
Entonces, como en una especie de venganza al destino me dirigí al restaurante preferido de mi madre, pedí un entrecot a la pimienta con una botella de cabernet sauvignon y engullí aquellos manjares sintiéndome más conectada que nunca a mi querida progenitora, que me hizo el regalo más hermoso que me han hecho jamás.
Acompañé a mi madre en su última respiración aferrada a su mano izquierda, la del corazón.
En ese instante supe que me había convertido en la digna heredera que ella esperaba. Y es que nunca, ni siquiera a la hora de su muerte, había perdido el apetito.
A todas aquellas personas que lucharon por no morir, todavía.
A mi madre.
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"La Escritura siempre ha sido mi tabla de Salvación".
D.P.S. (2012)